LA LETRA TRAS EL ENIGMA


Por Juan José Becerra
¿Por qué desaparecen los chicos? La respuesta a ese enigma no tiene la forma de una solución sino la de un misterio. Como en un film noir protagonizado por el asesino perfecto, la película de Marcos Rodríguez, basada en la novela homónima de Gabriel Báñez, se mueve por todos los géneros sin estacionarse en ninguno. Inspirada en una iluminación rembrandtiana y en un desplazamiento medido e irónico del policial inteligente (mitad juego de Clue, mitad comedia existencial), Los chicos desaparecen es, antes que nada, una película de estilo que ha esperado pacientemente su turno de hablar. Sin acentos locales, ni referencias a la actualidad, la historia sucede en el único lugar donde lo imposible puede suceder: el cine.
La historia es conmovedora y ambigua. Macías Moll –Norman Briski- es un relojero aficionado que ha dado con una fórmula excepcional que no necesita los protocolos de una teoría porque se da en la evidencia de la práctica. Sencillamente, los chicos van desapareciendo cuando cada tarde opera su silla de ruedas como una máquina de velocidad. El fenómeno es extraordinario, pero el modo de entenderlo no. La justicia, la religión, la policía y el chisme –todas manifestaciones del sentido común- coinciden en una interpretación básica: los chicos desaparecen por la influencia de un mal que es, al mismo tiempo, moral y social (quien lo comete peca y delinque). Pero detrás de las apariencias que le dan una realidad hueca a los hechos se asoma, como un monstruo destructivo, la Naturaleza.
Los personajes de Marcos Rodríguez, muy lejos del naturalismo etnográfico, hablan un español lunático lleno de silencios, frases hechas y dudas. Su realidad es un territorio extranjero en el que no hacen pie. En ese territorio no hay vida sino un teatro montado sobre un castillo de naipes que, una vez desarmado, deja ver la verdad (un recurso artístico del cine) que nadie puede decir porque no hay palabras para hacerlo.



Juan José Becerra es escritor, crítico literario y periodista. Publicó las novelas Santo (1994), Atlántida (2004) y Miles de años (2004). Actualmente escribe en las revistas Inrockuptibles, Gatopardo y Brando, publicó éste año los libros-ensayo Grasa y La vaca y colabora en el diario Crítica.

Avant premiere de "Los chicos desaparecen" basada en una novela de Gabriel Bañez y dirigida por Marcos Rodríguez


Brisky y Quinteros en una película platense



Hoy a las 19, en el Cinema Rocha de nuestra ciudad se realizará una avant premiere del filme "Los chicos desaparecen", ópera prima de Marcos Rodríguez basada en el libro del escritor platense Gabriel Bañez y protagonizada por Norman Brisky, Lorenzo Quinteros y Ricardo Ibarlín.

Con la presencia del realizador, el productor Gustavo Alonso, y los actores se estrenará esta película que fue rodada en escenarios de nuestra ciudad y que cuenta la historia de Macías Moll (Norman Brisky), un viejo relojero de barrio que pasa sus días envuelto en cálculos sobre el tiempo.

Guiado por un profundos deseos, todas las tardes, a las seis en punto, intenta obstinadamente bajar tiempos y se lanza por las rampas de la plaza en su silla de ruedas. Allí es feliz, rodeado por los niños que lo vitorean.

"Mi personaje está en silla de ruedas y cada tarde busca la velocidad y el perfeccionamiento del rodamiento que realiza en las rampas de la plaza. Pero a partir de esta actividad se suceden cosas imprevisibles que determinan un giro policial y que permite que cada espectador le dé una interpretación a este cuento oscuro", cuenta Norman Brisky quien se mostró feliz de participar de esta ópera prima de un realizador que estudió en la Universidad de Cine de La Plata.

"Me gusta la idea de trabajar con gente joven de la Universidad de La Plata y de ayudar al resurgimiento del cine para que vuelva tener la importancia que la filmografía platense adquirió en su momento. Es que esta ciudad fue muy golpeada por la dictadura militar porque aquí siempre hubo muchos jóvenes pensantes y cuando regresé del exilio volví a encontrar en La Plata jóvenes con inquietudes", argumenta el actor ligado a nuestra ciudad ya que dictó aquí varios talleres de actuación y protagonizó obras como "El pan de la locura".

Sobre su personaje en "Los chicos desaparecen" sostuvo que "yo interpreto los roles pero no los inconscientes. En este caso se trata de un hombre que tiene un alto grado de obsesión y de orfandad, ligados a la mecánica (arregla relojes) y, me parece, que a la orfandad al no tener hijos. Además tiene un accionar muy singular porque nadie sabe mucho sobre su privacidad; el mutilado tiene algo muy fuerte con lo privado, y el afuera no sabe mucho de qué se trata".

En esta película la equilibrada balanza entre los deseos de este personaje (retornar a la niñez) y su presente de invalidez se ve amenazada por la sorpresiva desaparición de unos niños en la plaza y lo sitúa como único sospechoso de un hecho que toma estado público. Un inspector de policía a punto de jubilarse, un juez, un obispo, una bella y joven oficial, un ex diplomático irlandés y un placero forman parte de la galería de personajes que toman partido en esta trama que privilegia el relato policial y es, según los realizadores "una clara alegoría sobre el tiempo que no excluye lo fantástico ni los destellos de un humor casi siempre duro".

El filme se rodó íntegramente en la ciudad; en escenarios como la plaza Belgrano (de 13 entre 39 y 40), el club Meridiano V (67 entre 16 y 17), el Instituto Médico Platense (1 y 50), la Casa de Gobierno y el Rectorado (en este caso, los interiores: pasillo y Presidencia), entre algunos otros, como la avenida Antártida, la avenida 1 a la altura de calle 47, y algunas calles de Tolosa.

La música original de la película fue compuesta por Leandro Giordano y Gustavo Astarita.

EL DIRECTOR

"El punto de vista de este relato es caprichoso y se corresponde con la silla de ruedas y la altura desde la que Macías ve el mundo" explica Marcos Rodríguez sobre la propuesta estética de su filme.

"La cámara especta la historia, salvo excepciones, como un voyeur de privilegio. Situada entonces a 1 metro de altura y provista de grandes angulares propone un espacio siempre distorsionado, caótico, que, sin embargo, encuentra su sistema en la lógica de composición de cada cuadro: forzados en su encuadre y en constante tensión desde la puesta en escena. Los angulares, cuando muestran algo tienden a mostrar todo; en cambio, los teleobjetivos se usan como signos de puntuación: rostros, detalles, etc. También se usan para los traslados de Macías por las calles de la ciudad. Los encuadres en fuga, levemente contrapicados se mantienen como una constante a lo largo del filme, al menos, cuando Macías domina la escena", agrega el realizador.

"La banda sonora que acompaña este relato tiene como pulsión básica un insistente y asincopado repiqueteo de relojes (leitmotiv). En cuanto se necesitan climas abruptos y sorpresivos se utiliza una doble orquestación; pudiendo reforzar, en el caso de la plaza, con texturas circenses; mientras que para los climas serenos el motivo 'tiempo' es oscuro y recurrente permaneciendo como efecto residual en aquellas escenas en las que predominan los diálogos" puntualiza.

"La suspensión del tiempo histórico es una constante que apuntala el relato en su universo fantástico. En los espacios cerrados la puesta en escena es deliberadamente abstracta impidiendo identificar la época. Los detalles de decorados (espejos, cuadros, escaleras, libros, etc) solo aparecen como extensiones de la psicología de los personajes. Elementos como el gran cuadro del prócer en el despacho del juez, la balanza de precisión en la casa de Mc Cornick; la relojería completa en el universo -Macías, dan clara cuenta de ello", finaliza.

LOS CHICOS QUE SE ME APARECIERON


Lo primero que sentí al ver la versión fílmica de Los chicos desaparecen fue rareza. Luego, extrañamiento. Aquellas imágenes surgidas de la imposición íntima del acto de escritura ya no estaban. Se habían ido. En su lugar habían aparecido otras. Diferentes, ajenas de una ajenidad sin embargo conocida. ¿Quién era ese personaje que se desplazaba en silla de ruedas intentando bajar tiempos desde una rampa con un cronómetro al cuello? Lo conocía, me era familiar, pero desde aquél lanzado por el lenguaje del libro a éste que descendía a través de la imagen, algo había cambiado. No digo mucho, algo: gestos, una mueca antes desapercibida, la manera aviesa de mirar desde la pantalla. En el cine hay una profundidad de campo de la imagen dada por la lente, en la escritura la profundidad de campo es patrimonio del lector. La profundidad de campo de la lectura no surge de una capacidad técnica sino imaginativa. Son distintas, ni mejor una ni peor otra, distintas. Aunque en el cine hay una profundidad de campo que también es patrimonio del espectador, ésta surge inevitablemente de la imagen que define un plano. Son las leyes. Las imágenes que se definen a partir del contexto del lenguaje son, bien se sabe, acaso más elusivas, ambigüas y hasta equívocas. Digo acaso porque tanto la psicología del espectador como la del lector ocupan un terreno difuso, objeto de discusión. Como sea, debo aclarar que siempre he tenido una relación polémica con el cine, afectiva. Y cada vez que me siento a mirar una película tengo la pésima costumbre de no detenerme tanto en las imágenes como en la historia. La verdad: me pongo a leer argumentos. Es una tara imperdonable, lo sé. Con Los chicos desaparecen versión cine me pasó algo infrecuente. Me detuve en las imágenes, perdí de vista la narración para fijar la atención en los encuadres, en esos recortes elegidos por el director. Creo que porque a esas imágenes distintas pero vagamente conocidas quería identificarlas, fijarlas, y hasta en algún sentido apropiármelas o que volvieran a mí. ¿Eran mías esas imágenes? Inconscientemente sentía que el cine le había robado el alma a mi libro y que, como el buen salvaje frente al daguerrotipo, mi lugar estático en la butaca lo ocupaba ahora un autor desalmado, no yo. La íntima extrañeza fue seguir las acciones de esos personajes desatados ya de toda pertenencia. Hablaban y remarcaban cosas lejanamente sabidas, pero como formuladas desde otra voz o en sordina. La película actualizaba formas de un pasado en tópico presente de disociación: el otro que era yo miraba la película de su libro que ya no era mío. En algún pasaje de la proyección alguien, desde atrás, me tocó en el hombro y me preguntó en un susurro, como afirmando: "Eso está en el libro, ¿no?". Dudé. Dije: "Creo que sí". Y, en verdad, no estaba seguro. ¿Cómo saberlo? En ese preciso instante caí en la cuenta de que de las casi mil personas que atestaban la sala del cine Rocha habría también mil versiones diferentes de lo que estaban viendo. Fue lo que me tranquilizó, lo que me hizo un espectador más, sin prejuicios ni falsas concesiones a la autoridad intelectual, en la que no creo demasiado. A partir de allí pude disfrutar, pero ya había pasado casi una hora de proyección. Hoy me digo que debería verla nuevamente, despojado de toda manía de identificación y un poco más almado. Como sea, fue raro reconocerse desligado de todo principio de autoridad. Sin dueño o tutor, al terminar, tuve que admitir que la fidelidad del film al libro era casi absoluta, por no decir rotunda. Eso lo percibí. Percibí también que durante esa hora y pico en la sala dos personas habíamos estado participando en una carrera de postas y que, sin quererlo, muy secreta y desapercibidamente, en medio de la oscuridad nos habíamos encontrado para un acuerdo tácito: yo le pasaba la trama de una historia que ya no me pertenecía y él la hacía suya para proseguir la carrera con mucho más aire y vigor. Así lo hicimos, con la complicidad del resto. Al marcharme, más de uno me dijo que quería leer el libro. Lo tomé como lo que era: un elogio a Marcos Rodríguez, el realizador.
Publicado por Gabriel Báñez en http:// cortey.blogspot.com

SINOPSIS

Macias Möll, dueño de la relojería del barrio, pasas sus días en su silla de ruedas, rodeado de relojes y envuelto en cálculos sobre el tiempo. Todas las tardes, a las seis en punto, se lanza desde lo alto de las rampas de la plaza en su silla de ruedas, rodeado de niños que lo vitorean, intentando obstinadamente bajar tiempos.
La desaparición de un niño en la plaza sitúa al relojero como único sospechoso y la investigación recae en el inspector Rene Rigaud.
La conspiración, un atentado inesperado y la desición propia de un hombre que es poseedor de una profunda fe, conducen al relojero a realizar un último lanzamiento, en el que transforma su secreto en dominación del tiempo.